Demoliendo mitos y prejuicios.
«Por algo será»; «algo habrá hecho», fueron frases símbolos que se tomaron como «acusatorias» del comportamiento de un sector de la sociedad argentina respecto a la última dictadura militar . Sin embargo, ¿qué querían decir ambas expresiones en ese contexto?
«Los Años Setenta de la Gente Común» es un libro imprescindible para -rehuyendo de una visión facilista– comprender que pasó con la clase media en la década del 70 cuando la violencia política se adueñó de la argentina.
Para afrontar esa tarea, el sociólogo y profesor Sebastián Carassai indagó sobre ese espinoso período en el tratamiento que le dieron los medios de comunicación, y realizó un trabajo de campo que incluyó testimonios de estudiantes y trabajadores de aquella época que vivían Ciudad de Buenos Aires (núcleo de la politización del país), Tucumán (epicentro de conflictos entre guerrilla y el Ejercito ) y Correa (un pueblo de Santa Fe cuyos habitantes no sufrieron directamente los coletazos de la lucha armada); a quienes se les hizo contrastar sus recuerdos con una documental titulada: «Del Cordobazo a Malvinas».
El autor también revisó el discurso de dos programas televisivos que tuvieron gran alcance en las capas intermedias de la sociedad: el ciclo de Tato Bores (muy seguido por la clase media politizada) y Rolando Rivas (para desmenuzar como se presentaba a la guerrilla en una novela de corte masivo).

El Golpe: ¿Continuidad o ruptura?
En la Argentina -sostiene Carassai- existieron más puntos de contacto entre los terrorismos de estado que entre las dictaduras militares.
Una de las tesis del libro es que el terrorismo estatal en nuestro país no fue lo contrario de la democracia, ni todos los regímenes militares fueron terroristas. O sea, el terrorismo estatal demostró ser compatible tanto con un gobierno de facto como con uno elegido por el pueblo.
En tal sentido, los militares del Proceso tuvieron un pariente más cercano en el gobierno peronista que los precedió (73-76) -especialmente a partir de 1974- que en los de origen militar como los de Onganía, Levingston, Lanusse, etc.
Algunos datos crudos para tener en cuenta: entre el 25 de mayo de 1973 y el 24 de marzo de 1976 (gobiernos de Cámpora y Perón-Perón) se contabilizaron 8491 hechos armados con 687 muertes causadas por las organizaciones guerrilleras y un millar por los parapoliciales de la Triple A. En marzo de 1975, el diario La Opinión contabilizó dos muertos por día como resultado de la violencia política.
En ese contexto, Carassai asevera que con el tiempo que ha pasado puede hacerse una valoración respecto a cual fue la reacción de la clase media no militante durante la dictadura militar fuera de los canones de la supuesta «complicidad» o la «ignorancia» de lo que ocurría, parámetros con los que se quiso significar frases como «Por algo será», o «algo habrá hecho» en relación a lo que pasaba con los derechos humanos.
Ocurrió -explica- que ante el caos y prácticamente la desintegración devenida en anarquía (atentados, secuestros y muertes por doquier; Rodrigazo y una economía desquiciada) la sociedad se aferró a la creencia de que con el golpe de las Fuerzas Armadas el Estado había regresado, un «fetichismo del Estado» consistente en que llegado un punto las cosas no se precisan aceptar como verdaderas, sino como necesarias.
En términos hobbsianos, dirá el autor: si el año 75 fue algo parecido al Estado de Naturaleza, a partir del 76 reinó el Leviatán.
Desde el golpe de este último año -asevera Carassai- la muerte se industrializó al punto que en menos de dos años el estado mató, secuestró o desapareció por lo menos siete mil quinientas personas en todo el país. La dictadura militar creó centros de detención clandestina e introdujo procedimientos tenebrosos. Sin embargo, muchos de los elementos que compusieron esa industria de la muerte ya estaban presentes en los años previos.
El texto en cuestión sostiene que la violencia tuvo tres fases : Violencia social, violencia política y terrorismo de estado.
Antes de desmenuzar esas etapas, cabe enfatizar que el estudio hace hincapié en la reacción de la clase media no politizada, o sin militancia (más allá de que algunos hayan participado en centro de estudiantes o en diversos debates).
Para graficar la importancia de la clase media con indicadores porcentuales: en 1947 era el 40,6 % de la sociedad, en 1960 el 42,7; en 1970 el 44,9 y en 1980 la mitad (26 % autónomos,, 74 por ciento asalairados, aproximadamente).
En términos ideológicos se sintetiza que las capas medias rechazaron el peronismo de los 40 y 50 -al que caracterizaban como fascista, autoritario, antiético y anticultural-; luego tomaron una postura «modernizante» que incluyó desde Frondizi e Illia hasta los comienzos de Onganía, pronto se «hartaron» de la llamada Revolución Argentina y temieron que el tercer peronismo sea un regreso al primero. De todos modos, a diferencia de la Revolución Libertadora que fue recibida con entusiasmo, dicho segmento social tomó el arribo del gobierno de facto del 76 con «resignación«.
Un fenómeno que se advierte a medida que se avanza en la lectura del libro es que tanto el ciudadano común, como los medios que reflejaban sus inquietudes (se lo observa vgr en «La Gaceta» de Tucumán) respaldaron con fuerza tanto las reivindicaciones sociales, como las demandas de los estudiantes, pero el límite fue la violencia armada, esa parte de la población se identificó con muchos de los reclamos, pero la guerrilla contó con la indiferencia o el rechazo mayoritario.
Algunos ejemplos que ofrece la obra: en las marchas que siguieron a la muerte de un estudiante asesinado en Rosario en 1969 (de apellido Bello) el grito que incluyó a todos contra la represión policial era el de «asesinos», pero cuando un grupo lanzó cánticos como «armas, machetes por otro 17» quedó aislado; otro caso: un hombre ayuda al amigo de su hija a esconderse de la policía, pero cuando el muchacho amenaza reaccionar, aquel le dice: «Che pibe, bombas no«,
El libro mecha análisis con relatos como el de Eduardo (que participaba de la vida sindical y en principio estaba de acuerdo con las demandas gremiales) hasta que -el mismo cuenta- muy poco después de asumir Cámpora se toma la planta de Molinos de Puente Avellaneda; «los delegados empiezan a pedir cualquier cosa, a tomar acciones como obligar a los gerentes a cantar la marcha peronista, poner en la edificio central de la empresa un busto de Evita y a pedir la cabeza del jefe de personal»; en otra oportunidad -en el trayecto por la Panamericana-, acota, «colgaron a uno de los hijos de los dueños amenazándolo con tirarlo si los jefes no accedían a un petitorio».
Tato: La sociedad como víctima
Como modo de acercarse a la percepción que la clase media tenía de la realidad política, el texto de Carassai le dedica un capítulo al discurso de Tato Bores ya que sus programas eran seguidos por un público bastante informado, aunque no necesariamente intelectual.
A comienzo de los 70, Tato dirigía sus dardos contra la inoperancia estatal, la presión impositiva, los excesos de levantamientos militares y la dificultad de los políticos para ponerse de acuerdo.
En sus libretos el cómico vislumbraba a la sociedad como ajena a la radicalización política y al crecimiento de la violencia. El país enfrentado entre sí no era el del ciudadano promedio sino el de quienes hacían política, civiles o militares.

Cuando Juan Perón jura en el 73, Bores hizo una parodia sobre unos «muchachos» que en el Congreso son palpados de armas, estos luego palpan a los otros lo que hace perder de vista sobre quienes controlan de manera oficial o buscan desplazar a los que están para tomar el control; en otro programa el artista narra un supuesto recorrido suyo por una radio pública donde unos delegados le dicen que han tomado la emisora y no puede pasar, apareciendo una crítica muy dura a bandas como la de Galimberti.
Hasta que en el 74 Perón amonesta a Bores al tiempo que el programa es levantado por «elitista» (en esos días el propio líder justicialista embistió contra un periodista de diario El Mundo que fue procesado por preguntar sobre la existencia de grupos parapoliciales).
Rolando y los «dos guerrilleros»
Escrita por Alberto Migre, Rolando Rivas Taxista fue un verdadero boom televisivo que excedió el espectador típico de las novelas.
En el libro de referencia están detallados los personajes y la trama de sus dos partes en 1972 y 73.
En ambos casos el personaje principal es Rolando Rivas (Claudio García Satur) de origen humilde que tiene un romance con una chica de familia de clase alta, Mónica Helguera Paz (Soledad Silveyra).
Rolando es un tipo común al que le gusta su trabajo y sacrificarse por la familia, pero uno de sus hermanos –Quique- se suma a un movimiento guerrillero y le encargan secuestrar al padre de su novia. Este último saldrá ileso, pero más adelante será asesinado en represalia por la muerte de Quique en enfrentamiento con la policía.
En el desglose de los personajes el libro puntualiza en el contraste de los hermanos Rivas. El taxista disfrutaba de su trabajo, se preocupaba por los demás y amaba a su familia; Quique ensimismado, siempre parecía resentido. Los diálogos entre ellos denotaban el conflicto entre el militante y el no militante, entre el compromiso político revolucionario y el familiar-social. Vivían en «mundos distintos».
Más adelante Rolando se hace una especie de reproche por no haberse involucrado más en la militancia -y también en la vida de su hermano-, pero a la vez le endilga a su hermano haber sido presa de «cuatro locos» que le «metieron esas ideas en la cabeza» (conceptos que tomará el discurso oficial del Proceso machacando en que los padres cuiden donde están sus hijos) Empero, sin defender a Quique, Rolando expresa que «el país y el mundo se están desangrando en una herida de hambre, dolor e injusticia». ¿Porqué vivir en paz nos cuesta tanto?», se inquiere. Su explicación entonces no era política, sino de decadencia moral.
Carassai destaca que en la manera de ser de Rolando se busca reflejar «la importancia de la familia, el esfuerzo personal, la sospecha sobre lo político, el asombro ante la decadencia del género humano»; y que «en su apuesta a recuperar el tiempo perdido de la solidaridad y el respeto se deslizaba una preocupacíón típica de clase media».

En cambio, en la segunda temporada ya no había matices respecto a la guerrilla, no había «dos mundos» sino que «era un grupo de gente enferma de muerte, destrucción y crueldad».
El taxista ya separado de Helguera Paz vuelve a noviar esta vez con una mujer Natalia Coronel (Nora Carpena) que tiene un hijo (de nuevo de nombre Quique) producto de la pareja con un guerrillero (Nato Córdoba) al que mataron, situación que ella ocultaba.
En esta segunda oportunidad la figura del guerrillero pierde ribetes románticos, aparecen cuestiones como la delación y la venganza dentro de la misma organización (un ex compañero de militancia de Córdoba viene a advertirle a Natalia sobre los riesgos de no esconderse).
Días antes que asumiera Cámpora -continúa el racconto de la telenovela-en medio de una racha de secuestros y asaltos Rolando se casa con Natalia y le da a Quique la familia que la madre no le había podido dar. Su hermano había muerto como guerrillero, pero pudo rescatar al nuevo Quique Rivas de la intemperie afectiva en que lo había dejado la guerrilla. En conclusión, era la victoria del amor sobre la política, el mundo moral de Rolando sobre la decadencia de los seres humanos arrastrados por la violencia.
Falla de origen
Otro mito sobre el peronismo del retorno -desliza Carassai- fue la confusión acerca de su matriz, porque el gran respaldo que recibieron tanto Campora como Perón fue de los sectores de bajos recursos; los jóvenes militantes que soñaban con un Perón revolucionario fueron una minoría del electorado.
El propio JD Perón cuando regresó al poder buscó comprarse a la burguesía nacional identificándose con el Napoleón posterior a la Revolución Francesa.
Sobre los inicios de la guerrilla, en el ensayo se remarca que en la segunda mitad de la década del 60 -salvo por el episodio de Taco Ralo-, no se la tomaba en serio. Todo empezó a cambiar con el Cordobazo.
Para la revista Panorama, el personaje del año de 1970 fue el terrorismo y en 1971 el argentino medio con una descripción de minorías violentas y mayorías silenciosas.
El secuestro y asesinato de Aramburu fue visto por un sector virulento como la clausura de la venganza del peronismo -a la reversa de lo sucedido con Vandor-; pero la violencia escalaba cada vez más con episodios como la voladura del club de Golf de Rosario.
Se incluye un testimonio conmovedor sobre el día del secuestro de los hermanos Born cuando asesinan a sangre fía a un chofer (que dicen que era un custodio) y a un gerente de la empresa.
La antipatía hacia el terrorismo se vuelve generalizada. La comunicación entre la sociedad y la guerrilla pareció definirse por la incomunicación.
También hay un apartado sobre lo que pasó en Tucumán con ejecuciones a veces indiscriminadas de los militares, mientras por otro lado en 1975 ejecutaban en una operación sangrienta al capitán Viola y su hija.
En un momento la represión legal se convirtió en terrorista. Los militantes primero, pero luego abogados, sindicalistas intelectuales son detenidos sin orden del juez, hay torturas y desapariciones.
De acuerdo a un informe de 1975 de Latin American Studies Asociation. el terrorismo estatal no era menos grave que el de Pinochet En el mismo se denunciaba la complicidad de la burocracia sindical, fuerzas de seguridad y el estado en la ola de atentados y asesinatos a periodistas, silenciamiento de información , censura y cesantía de cientos de profesores de manera que a partir del 74 la represión terrorista devino en un sistema de gobierno.
Es que la Triple A fue nada menos que la violencia paramilitar organizada desde el ministerio de Bienestar Social; hasta que desde el golpe del 76 los procedimientos toman ribetes cada vez más aberrantes.
Aldo del pueblo de Correa, recuerda que el 12 de septiembre del 76 vio que volaba un ómnibus (en realidad fue un atentado contra un vehículo policial) en el que mueren 9 policías y 2 civiles, sin embargo en su memoria los blancos eran todos civiles.
Ese temor generalizado resulta clave para comprender la adhesión de parte de la clase media a la lucha antisubversiva , el Proceso militar amplificaría la muerte monopolizando no solo la fuerza sino también el terror.
Violencia y propaganda, o propaganda de la violencia
En un enfoque original de la obra, se expone como va in crescendo el mensaje y las imágenes de contenido violento tanto en la publicidad privada como en la política, en el primer campo a veces de manera snob y en la segunda con clara intención subliminal.
Hay una retahíla de ejemplos que cita el libro en cuestión: Sport Line promocionaba su ropa con el slogan que para vestirla hay que «reunir la audacia del guerrillero y la solvencia de un play boy»; Bonafide difunde el lema «Matar por un Caramelo», el Banco Popular Argentino. «Estamos tratando de prolongar la guerra«, andar calzado -lema utilizado por la industria del calzado- significa estar armado. Se advierte un uso indiscriminado en el lenguaje de la violencia.
En la revista El Burgués (1971) -aunque la nota es crítica- aparece una modelo con un arma en una mano y en la página al lado de una foto de Norma Arostito -guerrillera que participó del secuestro de Aramburu. «Cuando la propaganda levanta esta bandera» (se leía abajo de la primera), «las maestras jardineras se hacen guerrilleras» (era el epígrafe para la de Arostito).

Entonces, a la vez que se frivolizaba o ironiza sobre algunas ideas, el lenguaje publicitario de la primer lustro de los 70 es fecundo en metáforas de la violencia.
La propaganda (que figura en la tapa del libro) de Austral juguetea con la idea de una azafata diciendo que «a lo sumo podrá sostener la bandeja con la mano izquierda pero atenderá con la derecha «sino avise se nos filtró una zurda» era la proclama; otra muestra que ofrece el libro es el aviso de El Cronista con la imagen de Fidel Casrto (ver abajo).

Asimismo hay en «Los Años Setenta de la Gente Común » múltiples referencias al giro en el rol de la mujer que aparece ya no como ama de casa, sino participante de la lucha política con un arma en la mano y vestida como femme fatal.
En cuanto a las campañas publicitarias «oficiales», es notable como el libro desarrolla el diabólico uso simbólico que hizo el Proceso del tanquecito de la DGI como perseguidor del evasor cuya figura vinculaba o asimilaba al terrorista. La serie publicitaria combinaba simpatía y terror.
En esos spot se pedía al ciudadano honorable que delatara a quienes evadían impuestos. Ambos discursos, el referido a los corruptos y subversivos, eran análogos. Uno de los avisos sostenía que el evasor vive «en riesgo permanente comprometiendo su seguridad y la de su hogar»; otro agregaba: «el evasor puede entregarse o continuar escondido, de elegir esta segunda opción la DGI lo seguirá buscando». Y en algunos anuncios la violencia era explicita como cuando el muñeco «honesto» golpeaba al «delincuente».
Amenazar a los evasores con castigos indiscriminados banalizaba la represión, y disminuía la amenaza guerrillera, lo subversivo sobrevivió como ente fantasmal.
El Proceso machacaba en su discurso sobre aspectos como el orden, laboriosidad, jerarquía y responsabilidad que la etapa anterior al 76 había distorsionado. El ministro de Educación llegó a instar a los docentes a librarse de los maestros que atacaran las políticas de las FA
La lectura de buena parte de las clases medias previo al regreso de la Democracia -observa Carassai a partir de una encuestas- no disentía del discurso militar en el punto del orden, aspecto que variaría paulatinamente cuando ya en democracia se conocieron los pormenores de la represión y las atrocidades cometidas se vuelvan irrefutables».
Fractura social, consenso democrático
En el epílogo el autor considera que desde el retorno a la constitucionalidad en octubre del 83 la mayor transformación fue en torno al repudio a la violencia. «Tan pronto como terminó la dictadura militar la sociedad pareció consensuar que las transformaciones no eran deseables si no se producían gradualmente».
Ese consenso «hacia delante» -continuaba diciendo- no debe confundirse con un acuerdo sobre el pasado. Si bien una mayoría desaprueba la metodología implementada por el Proceso, la visión de quienes fueron adultos en los años setenta tiende a oponer dos violencias de signo contrario. Este no es un juicio mayoritario en la actualidad, no tanto porque la sociedad haya cambiado sino porque se ha renovado.
En los actos organizados para repudiar el golpe de Estado del 76 -desliza Carassai- el público es generalmente joven; los adultos nacidos durante la dictadura que participan de estos eventos tienen un pasado militante o pertenecen a minorías intelectuales o universitarias; pero las clases medias en la actualidad están conformadas mayormente por generaciones que no vivieron como jóvenes o adultas los años setenta, y en sus percepciones influyen -además del mayor conocimiento de los crímenes- una multiplicidad de factores como la enseñanza, la labor de organismos de derechos humanos y al revalorización de la democracia.
Yendo a acontecimientos más cercanos, Carassai pone sobre el tapete la vuelta del pasado a manera de metáfora durante el conflicto del gobierno con el campo en 2008 en el cual entre las clases medias un sector mayormente politizado y movilizado, mayormente juvenil, apoyó la posición oficial; en tanto una mayoría compuesta sobre todo por personas sin militancia política, se sumó al reclamo del campo a la 125 (decreto sobre retenciones móviles). Mientras el gobierno agitaba la antinomia «pueblo vs oligarquía«, los líderes del sector agropecuario evocaban El Grito de Alcorta (célebre rebelión de pequeños y medianos arrendatarios rurales de 1912 contra grandes terratenientes). N de Acreditado: En realidad ese perfil fue remarcado por Federación Agraria, el resto de la Mesa de Enlace rechazó el término oligarquía adjudicado a los productores aludiendo al nuevo perfil del propietario o arrendatario rural.
«Los años setenta no se repetirán tal y como han sido, pero están en el pasado tentando a diversos actores para facilitar o dificultar la comprensión del presente», concluye el autor de un libro infaltable en la biblioteca del apasionado por los temas nacionales.