Biden y el regreso a la «normalidad»

Para los amantes de la libertad como valor sagrado, Estados Unidos era la inspiración, la democracia viviente, el color del capitalismo, el «American Dream«.

Para los adolescentes de la clase media latinoamericana (argentina, peruana, mexicana) la meca era el viaje a Disney, y para los amantes del mundo del espectáculo la fiesta estaba en Hollywood.

Pero sobre todo, Norteamérica -líder de los países aliados en la lucha contra el nazismo y determinante en la caída del comunismo– se constituyó en el territorio de la disidencia, la posibilidad de criticarse desde adentro hasta las entrañas; el lugar del Watergate (símbolo del periodismo como cuarto poder); de aquel fallo de la Suprema Corte que declaró constitucional quemar la propia bandera; de Martin Luther King y su lucha por los derechos civiles.

Claro que también en esa trayectoria hubo puntos oscuros: el macartismo (que justamente en una etapa se adueño de Hollywood), el racismo (contra el cual emergió la figura de Luther King), el apoyo a dictaduras latinoamericanas en el marco de la Guerra Fría (que operó como justificación de ese comportamiento).

Todo ello y mucho más puede ser puesto en la balanza, lo cierto es que la democracia más grande del mundo (para muchos politólogos la única democracia imperial) fue un prodigio en el mundo.

Gente como uno

Si algo resaltó en la república democrática norteamericana, fue como sus líderes reflejaron a la sociedad.

Un poco lo decía el escritor mexicano Octavio Paz, a diferencia de Europa -con sus monarcas y fastuosos monumentos- EE.UU nació mirando hacia el futuro, destacándose más que por pintores de catedrales y poetas, por el pragmatismo y la ciencia; los políticos más que grandes intelectuales fueron hombres de acción que buscaban encarar los diversos desafíos históricos.

Obviamente que no todos fueron Abraham Lincoln o Franklin Delano Rossevelt; pero de alguna manera expresaban una cualidad en la que se veía representado el pueblo norteamericano.

La prensa y los presidentes

Para los periodistas de todas partes del mundo, la relación de la prensa con los inquilinos de la Casa Blanca fue un modelo a seguir.

Y un mojón fue el famoso Watergate -espionaje ordenado por Richard Nixon al Partido Demócrata- que conmovió al mundo (precedido por el caso de los Papeles del Pentágono (rebelados por The New York Times) que permitió a partir de la famosa investigación del Washington Post conocer el lado oscuro de la política, pero también la proeza de la prensa libre amparada por la justicia.

Claro que a partir de la mediatización de la política sobre todo de la mano de la TV, hubo para bien o para mal proliferación de aspectos que se proyectaron al mundo: los debates presidenciales, los rumores de infidelidades que rodearon la figura de John Kennedy (incluyendo las versiones sobre su relación con Marilyn Monroe), las revelaciones de una pasante sobre Bill Clinton (quien fue sometido a juicio político), las bromas sobre la falta de cultura general de George W Bush, etc.

Pero todo los trascendidos acerca de los jefes de estado -y la clase política en general.- fueron algo así como la sal de la democracia, que exponía la falibilidad de sus líderes generando polémicas, por ejemplo alrededor de la moralidad y la hipocresía.

Herida de muerte

Nada fue igual después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando dos aviones partieron las torres gemelas y otro apuntó al Pentagono.

Además de las más de 3000 vidas perdidas, esa locura arrasó con gran parte de la democracia moderna e hizo tambalear a la república norteamericana.

En ese sentido puede leerse la satisfacción de Hebe de Bonafini cuando volaron las torres; se estaba tocando la médula del sistema.

A partir de allí, la teoría belicista del Choque de las Civilizaciones de Samuel Huntington dejó atrás a la de El Fin de la Historia de Francis Fukuyama quien también hizo autocrítica sobre su hegeliana teoria.

Ese acto terrorista desató los peores demonios con la puesta en marcha de la Patriotic Act (poniendo el valor seguridad por sobre la libertad), la invasión a Irak (que luego se probó no tenía armas químicas) y los cuestionables procedimientos de Guantanamo.

Esta cadena de episodios ocurrió durante la primera presidencia de Bush, que tuvo un «pecado de origen», su cuestionable victoria ante Al Gore, definida por primera vez por un Tribunal Judicial algo inédito en la democracia norteamericana y precedente de los infundados recientes cuestionamientos de Trump a los resultados electorales que terminó con sus instigación a tomar el Capitolio.

En el interín, dos períodos de la presidencia de Barack Obama, parecieron rencausar la vapuleada Norteamérica sacudida tras la crisis financiera de 2008 y por lo que representaba la figura de Obama como símbolo de la reparación de la tragedia del racismo al elegir a un presidente de orígen afroamericano.

La América resentida

Pero las secuelas de la globalización, la multipolaridad (con el crecimiento de China), de la apertura comercial y las alianzas de EEUU con la Europa democrática, más algunos intentos por reparar las desigualdades (con un moderado plan de salud) chocó con el resentimiento de la América profunda y un sentimiento de un pasado dorado imaginario que se había perdido y del cual se agarró Donald Trump para su slogan de América First.

La imagen de Trump era la del ganador inclemente con los derrotados («Estás despedido» era la frase con la que se jactaba en su programa El Aprendiz), la de quien era capaz de apelar a cualquier artilugio para desplazar a la competencia, la del líder capaz de expresar a la «América Profunda» en detrimento del país multiracial, la de América ocupada en sus asuntos aislada del mundo, protegida por un muro que en el imaginario de sus votantes se llenaba de alambres y de piedras.

Con gestos y actitudes fue bastardeando los pocos logros que pudo haber tenido (buenos indicadores económicos -aunque el país del Norte venía creciendo en muchos indicadores con Obama-, ciertos acuerdo importantes en Medio Oriente, alguna recuperación industrial de zonas castigadas); como cuando al chocar un grupo supramacista con otros manifestantes dijo que había «gente buena de los dos lados», o cuando tuvo expresiones xenófobas o racistas, o despreciativas de los latinoamericanos; o minimizó el asesinato por fuerzas policiales entre otros de George Floyd, hasta finalmente insinuar antes de las elecciones presidenciales que si perdía iba a desconocer el resultado, con la toma del Capitolio como último jalón del escándalo.

En definitiva, la imagen que transmitió fue la contraria a la que tantos años proyectó Estados Unidos al resto del mundo.

Desde hace décadas era habitual escuchar la pregunta desafiante acerca de cual sería el momento de la decadencia norteamericana, del derrumbe, pero la fuerza de sus instituciones y en definitiva la cultura democrática parecen desmentir ese acertijo.

Con su estilo disruptivo, su constante apelación a las divisiones, a la provocación y a los lazos que entabló con líderes autoritarios, la era de Trump puso la continuidad de esa «forma de vida» en duda.

En tal sentido, la etapa que comienza de la mano de Joe Biden representa un regreso a la «normalidad»

Biden bajo la lupa

En su discurso de asunción de ayer, Biden convocó a que se critique cada uno de sus pasos. «La democracia es disenso», expresó.

Sobre el pasado del ex senador por Delawere y ex vicepresidente en los dos mandatos de Obama, rondan varios interrogantes, a partir de las sospechas de acciones lobbistas desarrollados por uno de sus hijos y por aquel mismo.

Sea mito o realidad, la actitud del observador imparcial, del liberal es poner la gestión de Biden bajo la lupa, retomar la actitud escéptica tipica de la democracia americana.

Sí debe tenerse en cuenta que existe entre los opositores a Biden una fuerza desestructurada: el de los denunciantes de conspiraciones (una supuesta «liga» de globalizadores que buscarían sacar partido de la situación del Covid que ellos mismos «generaron»). Desmentirlos sería como hacerle frente a un dogma. Eso no es política, es religión.

Estos últimos fueron parte de las 75 millones personas votaron por Trump. ¿Habrá trumpismo después de Trump; o el Partido Republicano se los «sacará de encima»?, ¿fundará el magnate un tercer partido?; y por otra parte: si el mandato de Biden -por una cuestión de edad- es de un período. ¿se renovará a tiempo el Partido Demócrata? En definitiva, ¿la etapa que se inicia será de transición para retornar a lo anterior o un regreso al modelo norteamericano con sus virtudes y defectos?

Una imagen alentadora fue la despedida de la flamante vicepresidenta Kamala Harris a su antecesor Mike Pence quien jugó un rol relevante en defensa del sistema la jornada en que unos facciosos tomaron el Capitolio.

La figura de Harris -con el componente multiétnico en su origen y su actual familia – a quien le tomó juramento la jueza de la Corte, Sonia Sotomayor -de raíces latinas-nombrada en su momento por Obama-, augura una agenda tendiente a contemplar a esa Norteamérica diversa y terminar con episodios como los de George Floyd.

Asimismo las primeras palabras de Biden convocaron a la esperanza sobre la recuperación del rol de EE.UU como referente democrático.

«La democracia en algún sentido es débil», aseveró Biden tras su juramento; pero -aunque tambaleó- tiene sus fortalezas. Muchas más de las que sus antiguos y nuevos enemigos creen.

Segundo Figarillo

Vídeo en directo: Ceremonia de proclamación de Joe Biden como presidente de  Estados Unidos | Las Provincias

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