Comienzos Célebres de la Literatura Universal

Hay inicios que están en la antología de la historia de las letras de todos los tiempos; otros son una pequeña obra de arte en sí mismos. Aquí elegimos seis de ellos: Don Quijote; Facundo; Martín Fierro; Platero y Yo; El Aleph; Cien Años de Soledad y Conversación en La Catedral.

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra):

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo los ratos que estaba ocioso
(que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y
gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aún la
administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto,
que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de
caballerías en que leer…

FACUNDO Civilización y Barbarie (Domingo Faustino Sarmiento)

Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!. Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: ¡No! ¿No ha muerto! ¿Vive aún! ¿El vendrá! ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento; su alma ha pasado en este otro molde más acabado, más perfecto y en lo que él era instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas, en sistema, efecto y fin…

Martín Fierro (José Hernández):

Aquí me pongo a cantar
Al compás de la vigüela,
Que el hombre que lo desvela
Una pena estraordinaria
Como la ave solitaria
Con el cantar se consuela.

Pido a los Santos del Cielo
Que ayuden mi pensamiento;
Les pido en este momento
Que voy a cantar mi historia
Me refresquen la memoria
Y aclaren mi entendimiento.

Platero y Yo (Juan Ramón Jíménez)

El Aleph (Jorge Luis Borges)

«La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían
renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita».

Cien Años de Soledad (Gabriel García Márquez)

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de
veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de
aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo…

Conversación en La Catedral (Mario Vargas Llosa)

Desde la puerta de «La Crónica» Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. El era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la Plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos, jefe.

– Siglos que no se te ve, señor, editorialista -dice Norwin- ¿Estás más contento en la página editorial que en locales?

-Se trabaja menos -alza los hombros, a lo mejor había sido ese día que el Director lo llamó, pide una Cristal helada, ¿quría reemplazar a Orgambide, Zavalita?, él había estado en la Universidad y podría escribir editoriales ¿no?, Zavalita? Piensa. ahí me jodí…»

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