Julio Ramón Ribeyro: La vida, eso que pasaba entre cigarrillos

En Solo para Fumadores, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-94) refleja en letras su pasión y perdición por el cigarrillo.

Hubo un tiempo no tan lejano en que bares y redacciones se llenaban de volutas de humo, los jóvenes en la primera adolescencia daban las primeras pitadas a escondidas, los pilotos de Fórmula I llevaban sobre sus buzos coloridos la publicidad de Malboro, aparecían en las pantallas televisivas avisos con modelos de Jockey Club, L&M, Parliament, 43/70, o en la gráfica el toque nacional de Particulares.

Desde hace años, es obligatorio advertir en las marquillas que «fumar es perjudicial para la salud «, resulta prácticamente prohibido hacerlo en lugares públicos y existen mesas exclusivas para fumadores. Son restricciones que obedecen a la comprobación de los estragos que causa la nicotina, aunque resulta curiosa la diferenciación que se hace respecto a otros «vicios».

Sin omitir los daños en la salud que tuvo que pagar por ese consumo, Ribeyro escribió un texto notable sobre su relación con el cigarrillo, el vínculo del mismo con la literatura y su recorrido por el mundo a través de las diversas marcas.

Advertencia previa: Esta no es una nota sobre el marketing del cigarrillo o sus manifestaciones en el arte, consiste en un mero placer literario (este artículo puede leerse sin fumar (costumbre por otra parte ajena a este cronista).

A continuación un extracto de Solo para Fumadores (los cortes no afectan ningún término esencial) arrancando con un párrafo que apunta a una particularidad a la que nos habíamos referido:

Ribeyro incluyó en diversos géneros literarios

«Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: “Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía no hay nada comparable al tabaco..». Ignoro si Molliere era fumador -si bien en esa época el tabaco se aspiraba por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido precursora… Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y revela que Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar”.

Ilustración de artelista.com

Atados

En la narración (primer texto incluido en su Antología Personal páginas 13 a 51) Ribeyro hace un raconto sobre su manejo con el vicio en lo individual y familiar:

«Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos…el primero que fumé, a los catorce o quince años era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia. Juramento inútil… años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Eran entonces los Chesterfield cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas…Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado».

Padre, tíos

«No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores…»

Universidad

«Cuando ingresé a la Facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte… y me puse al servicio de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios».

Fiado

«En España a un guardia un mutilado de la guerra civil le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. “Faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado. En París mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes…» Y tanto en su paso por Amsterdam, como Londres Amberes y Munich (donde estuvo becado) atravesó experiencias con diversas marcas.

Vender los libros

«Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses… tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos”, en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. “Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”. Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo…En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente.

El autor en medio de dos escritores amigos: Hinostroza y Bryce Echenique

Juego de Palabras

«Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas de la Agencia France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar».

También relataba su experiencia aracuyana cuando era profesor universitario en Huamanga y había adoptado los Camel «quizá por afinidad entre el camello, las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo.

Nuestro personaje concluía que lo que más le atrapaba del acto de fumar era el objeto cigarrillo ya que no lo tentaba fumar de otra manera, ni ningún otro vicio.

Fuego: Tesis sobre el cigarrillo

«No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él»

Julio Ramón Ribeyro jugando con su hijo (Cosas.pe)

Esposa e hijo

Sobre su paso por Canes, el autor hace referencia a la marca Dunhill y su lindo estuche burdeos con guardilla dorada.

«Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo o esconderlo en casa, encontré en la playa un rincón apartado…»

Ultimas pitadas

Durante la narración, el autor desliza con naturalidad y sinceridad los males causados por el cigarrillo que tenía orden médica de abandonar tras ser sometido a una operación de estomago y duodeno, asimismo contaba que tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera; a la vez en el cierre insiste en que esta realización literaria excluye como referencia dar consejos, o incurrir en algún tipo de moralina.

«Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha costado tantas horas de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar de él conclusión ni moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba contra el tabaco, me da igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador, como a Flaubert le gustaba llamarse. Flaubert fue un fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo. Como lo fue Gorki, quien vivió además en esta isla…y Hemingway, que si bien no estuvo aquí residió en una isla del Caribe. Entre escritores y fumadores hay un estrecho vínculo, como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá otro entre fumadores e islas? Renuncio a esta nueva digresión, por virgen que sea la isla a la que me lleve… Veo además con aprensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco».

Figarillo II

Foto de tapa: Pulp Fiction.

Dibujo de Javier Prado dedicado a Ribeyro

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