Todavía hoy lamento que mi madre no me diera una hermana. Si yo pudiera convertir en hermana a cualquiera de las mujeres que trato, elegiría a Verónica. Admiro en ella la aptitud para tomar decisiones (qué tranquilidad vivir al lado de alguien así), la condición de buena perdedora, la muy rara de mantener, en las mayores tristezas, la urbanidad, el ánimo para descubrir detalles absurdos, aun para reír, y una ternura tan diligente como delicada. Creo que siempre la he conocido —yo diría que los inviernos de mi infancia pasaron en casa de Verónica, en el barrio de Cinco Esquinas, y los veranos en la quinta de Verónica, en Mar del Plata— pero la belleza de mi amiga guarda intacto el poder de conmoverme. En sus ojos verdes brilla por momentos una honda luz de pena, que infunde en su rostro insólita gravedad; un instante después la luz que reflejan esos mismos ojos es de alegre burla. Con Verónica uno se habitúa a estos cambios y, con otras, los extraña. Como ocurre con las mujeres que nos gustan, todo me gusta en ella, desde el color oscuro del pelo hasta el perfume que sus manos dejan en las mías. En la época de este relato, con veintiocho años y cuatro hijos, Verónica parecía una adolescente.
Así comienza Todos los Hombres son Iguales, primero del par de cuentos de Adolfo Bioy Casares seleccionado para la sección literaria y que continúa a renglón seguido:
Durante mucho tiempo, todos los domingos, comí en su casa, pero la vida, que nos aparta de nuestros hermanos de sangre y de elección, rompió ese rito. No sé cuántas veces determiné reanudarlo el próximo domingo; otras tantas olvidé o diferí el propósito. Luego Verónica se casó; se rodeó de hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi la familia, de paseo, en Palermo, en un largo automóvil, un Minerva, que ya entonces tenía algo de anticuado. Aunque no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba menos que antes. En Montevideo, donde me habían llevado asuntos de familia, me enteré del accidente en que murió el pobre Navarro. Creo que mandé un telegrama de pésame. En todo caso, resolví que ni bien llegara a Buenos Aires visitaría a Verónica. Recuerdo que una noche, en el hotel Alhambra, pensé —porque la distancia y la noche imitan la locura— que yo debía consolarla, que obstinarme en tratarla como hermana tenía algo de estupidez y que para ciertas penas el único remedio era el amor. Una fotografía de Verónica, tomada años atrás, que siempre llevo entre mis documentos, afloró por unos días a la mesa de luz. Cuando volví a Buenos Aires olvidé mis intenciones. Meses después alguien me habló de lo dolorosa que la muerte del marido fue para Verónica. Al entrar en casa, esa misma tarde, la llamé por teléfono.
—¿Me permites comer contigo? —pregunté.
—Salgo a buscarte —contestó.
N de A: Sin embargo, el vínculo entre el personaje y la mujer queda postergado, un poco por la inconstancia de aquel y otro porque ella va incursionando en una relación con el joven Juan (hijo de una amiga de la misma edad de Verónica y el narrador) con quien se va involucrando de manera inocente cuando el muchacho va a buscar unos libros como material de estudio a la biblioteca que había armado el académico del que había enviudado la dueña de casa. En el párrafo que sigue, el infidente da cuenta de la novedad.
«Pasé un año y medio sin volver; cuando lo hice, llegué sorpresivamente. Nos encontramos en la calle, frente a su casa. Mientras ponía en marcha el Minerva, Verónica me gritó con suavidad:
—Perdóname, salgo.
Tan floreciente hallé su belleza, que dije:
—Tú andas en algún amor.
Se ruborizó como una chica.
—¿Cómo lo adivinaste? —preguntó, sorprendida. Echó a reír y agregó—: Otro día nos contamos todo.
Luego Verónica entra en detalles sobre ese tipo de juego amoroso: «Tardé en sospechar que el motivo de tanta asiduidad era yo misma. Confieso que la idea me divirtió. Por curiosidad me dejé arrastrar. Simulé interés en el trabajo de Juan. Ella le muestra a su amigo el libro Otis Howard Green que había leído el joven durante más de un mes, y él observa unos textos de literatura erótica, los mismos que había agrupado su marido, por lo que ella aprovecha a exclamar «Todos los hombres son iguales».
De alguna manera, su empleada y ahora confidente Berta había «aprobado» el affaire. —¿Qué hay de malo? —preguntó Berta, con una inopinada vehemencia, que la volvía casi bella y casi feroz; en tono tranquilo agregó luego—: Juan es un muchacho que me gusta y ¿qué más quiere que tener una historia con una señora como usted?
Con el tiempo ella alquila un departamento en la calle Juncal, hasta que un día -desconfiando sobre lo que hacía Juan entrada las tardes- lo siguió resultando que salía solo a manejar el automóvil. Todo esto -desde que lo conoció hasta los vericuetos posteriores- se lo cuenta la mujer a su amigo (y narrador en primera persona- durante una cena, tras la cual ambos se deciden a salir hacia un lugar alegórico, propio de la de contemporaneidad de ambos.
Comentario final: Los temas que aparecen son el de la mujer que tiene su vida ordenada alrededor de su familia, vuelve a sentirse atractiva y a rejuvenecer con el amor hacia un joven mientras transcurre el duelo por el fallecimiento de su esposo, y al cierre parece alcanzar la madurez con el lenguaje y las costumbres («es tarde para ir al teatro y en el cinematógrafo no dan nada») afines con su amigo con quien parece reencontrar el amor.
En definitiva; los hombres no parecen ser iguales y la mujer los puede ir moldeando de acuerdo a sus caprichos. Hasta cierto punto.

Todas las Mujeres son Iguales
El cuento anterior y el próximo «Todas las Mujeres son Iguales», integraban la obra Guirnalda con Amores y fueron incluídos en la antología Historias de Amor de la cual los extrajimos para nuestros lectores.
Ultimamente el argentino salió a probar mejor suerte en el extranjero, lo que antes no era imaginable, y formó grupos o colonias por todo el mundo, al extremo de que si usted, en sus largos viajes, se halla un tanto perdido y nostálgico, deténgase a oír el rumor de la ciudad, sea ésta cual fuere, como quien escucha un caracol; no tardará en descubrir voces que le probarán cuánto se alargó en estos años la calle Corrientes (porque no es Rivadavia, sino Corrientes, con sus tapes de las catorce provincias, que hoy son no sé cuántas, y con su olor a grasa enfriada, de las pizzerías, la que alcanzó los puntos más remotos de Europa y de Norteamérica). En mi tiempo no era así. Había gente, en Londres, con alguna noticia de nuestro campo y de nuestros ferrocarriles. Los franceses, los de París al menos, tuvieron trato con el tango, con la gomina, con los trasnochadores, y aún es fama que el espíritu curioso desentrañaba, en los aledaños de la Madeleine, un almacén que vendía yerba y dulce de leche. No hablo de Italia, tierra de los mayores, ni de España, donde nunca nadie se creyó lejos de la Avenida de Mayo; pero la verdad es que en el resto del globo la República Argentina no era entonces mucho más que un nombre prestigioso. ¿Qué fue de ese prestigio? Ahora cualquier italiano sentencia: Argentini, taquini.
Esa primera estrofa pone en contexto la presencia de argentinos por Europa entre los 30 y 60 del siglo XX. Enseguida, el autor pasa a situar la escena que sigue en Pau -un pueblo de Francia- donde vive la protagonista Margarita con la que el narrador queda flasheado y denota lo para un hombre puede ser la compañía de una dama.
Margarita era la mujer más linda de la reunión. La tomé de la mano, por el placer de tocarla y para que todos vieran que yo no estaba tan desamparado y tan huérfano.
…Ya lo dije muchas veces: junto a las mujeres, la vida es una milicia; una milicia que debiera ser obligatoria para la juventud, pues completa la educación y forma el carácter; por ellas triunfamos de nuestras debilidades y, lo que es más importante, aprendemos a cuidar el detalle personal, a tender la cama, a preparar el té.
La cuestión es que Margarita, había estado enamorada de Julio con quien tuvo un hijo, pero que la abandonó. Buscando una especie de protección conoce y se casa con Gustav (que estaba divorciado) en Montevideo.
—¿Por qué te casaste con él?
—Ustedes no entienden eso, pero las mujeres tenemos ansia de seguridad. Como decía la descocada de Rómula, sin ropa de hombre en la casa, no es vida. La más aventurera de nosotras clama por un puerto, por un hogar sólido, por un protector. Cuando lo vi a Gustav, me dije: Éste es el marido que busco: experimentado, tranquilo, varonil. Hay momentos en que la mujer necesita a su lado un hombre de veras.
No se trataba de una cuestión de dinero, ya que ella era de una familia adinerada, aunque su padre decide dejarle la fortuna a su nieto (el hijo de ella) lo que genera tensiones con Gustav.
Todo ello fue comentado por Margarita al protagonista omnisciente del cuento mientras recorren lugares y pistas de baile en Biarritz, a las que ella le pide que el hombre la lleve, en tanto él le propone ir a un lugar tranquilos y vivir juntos. Se trasunta el temor a que el esposo tome revancha de las infidelidades de Margarita (cuando se peleó con su marido cuenta que se asesró con un abogado, un noviecito que tuvo) y la deje internada en Islandia donde él le dijo que se iban a vivir….Mas ella decide seguirlo.
—No te preocupes. Me arreglaré de algún modo. Una mujer debe seguir a su marido, a menos que…
—¿A menos que encuentre a otro? Quédate conmigo.
—Para eso me hubiera quedado con el noviecito. Por lo menos trabaja en su estudio.
Resignado el narrador deja a la mujer en el hotel, desde el cual en una horas está dispuesta a marcharse.
Comentario Final: Existen numerosos trabajos sobre los personajes masculinos y femeninos en la obra de Bioy. En este artículo nos limitamos a la lectura de dos textos condensados para sacar de los mismos algunos apuntes.
En el caso de Margarita «su fidelidad al marido lleva implícita la infidelidad», interpreta Trinidad Barrera en «Adolfo Bioy Casares, la aventura de vivir«. Si bien es cierto que ella busca en el hombre alguien que le de seguridad y establidad, al mismo tiempo decide por si misma el tipo de relación que quiere tener en cada caso.
En cuanto a los modelos de hombres, el narrador tiene algo de frívolo, aunque aspira a cierto amor sedentario, que ella busca evadir entre el ruido de las discotecas; el progenitor del hijo de Margarita es un poco el símbolo de la irresponsabilidad y el desapego, mientras que el esposo, al mismo tiempo que es víctima del engaño, ejerce cierta manipulación, una reacción de amor propio que busca ponerle límites a la jactancia libertina de su mujer.
Lo protagonistas de ambos cuentos viven momentos de placer -y dolor por cosas que suceden-, pero la felicidad parece siempre huidiza. ¿Podría ser de otra manera en la literatura y en la vida?
Segundo Figarillo
